En la eterna y muchas veces infructuosa búsqueda de la perfección los seres humanos terminamos pactando y conformándonos con lo más parecido a la felicidad que la vida pueda ofrecernos. En principio, eso demuestra una domesticación mediocre y sin altura moral, una especie de sumisión a los límites que una realidad prosaica pone a nuestros sueños, utopías e ideales de vida. Pero, visto de otro modo, también puede ser una muestra de cordura y sabiduría si esa situación se toma como un puente hacia lo ideal, como una especie de estado intermedio que no implica un abandono de la lucha sino una pausa, un “desensillar hasta que aclare”. Muchos dicen que una vez que se ha hecho la primera concesión ya se han hecho todas, y que se ha mostrado una debilidad que será aprovechada por nuestros oponentes para acorralarnos cada día un poco más. Pero también es cierto “el triunfo de las hormigas”; o sea, la persistente lucha del aparentemente débil, poseedor de una fortaleza interior que voltea paredes de prepotencias y derriba montañas de soberbia. Todas las minorías étnicas, raciales o sexuales saben esto de memoria, incluso partes de la sociedad que no son numéricamente minoritarias (las mujeres por ejemplo), pero que han sido sometidas por siglos –y en muchos países siguen estándolo–, han experimentado en carne propia las idas y venidas de su lucha, con resignaciones temporarias y repliegues para lamerse las heridas y vueltas triunfales conquistando derechos que ni se deberían ya discutir, pero que son ignorados sistemáticamente por sectores retrógrados. No está muerto quien pelea, dice el refrán y, a veces, hacerse el muerto no es cobardía, sino astucia. Cuando uno observa el “despliegue de maldad insolente” discepoliano que corre como un vendaval de estupidez por las sociedades modernas llenas de autobombo y de seudotriunfadores imbatibles, no puede dejar de pensar en el elefante y la hormiga. Tan aparatoso, temible y arrasador por volumen y tamaño el primero, y tan insignificante y fácil de aplastar la segunda, y sin embargo son incontables las veces que, remedando el mito de David y Goliat, el débil vence al fuerte con paciencia, estrategia, y sobre todo con las agallas que sólo la eterna búsqueda de la justicia elemental otorga.
La gran historia así como la pequeña gesta cotidiana de los hombres comunes registran derrotas obvias y triunfos deslumbrantes cuando todo parece perdido. Pero para llegar a esas victorias se necesita la paciencia de la gota que horada la piedra y se consiguen cosas más valiosas y duraderas cuanto más tenaz haya sido la lucha contra la omnipotencia.
En la agitada jungla política y/o farandulera, muchos elefantes favorecidos por encuestas ruedan en estrepitosas caídas vencidos por hormigas sin “aparato”; en la historia mundial más o menos reciente hemos visto el desastre de Vietnam, el fracaso de Irak, el espectacular derrumbe del gigante soviético con muro de Berlín incluido, sin olvidar dictaduras de todo tipo derribadas por la propia soberbia. La violencia suele engendrar más violencia y termina por no modificar nada en el fondo aunque agite la superficie; la persistencia pacífica, pero no pasiva, es la que finalmente impone la victoria del débil sobre el fuerte, si es que el débil tiene claro que cuando obtenga el triunfo no deberá caer en la omnipotencia del ahora derrotado elefante, que después de recomponerse volverá a atacar, engrandecido por la sabiduría que da el fracaso por la soberbia. Los humanos tropezamos muchas veces con la misma piedra, y lo hacemos por regodearnos en nuestros supuestos puntos fuertes, que terminan siendo los más vulnerables. Los que ejercen sin límites razonables el poder de la superioridad terminan perdiéndolo como un gran elefante ante millones de hormigas que se meten por la trompa y terminan por asfixiarlos, más allá de las encuestas.
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lunes, 19 de noviembre de 2007
EL ELEFANTE Y LA HORMIGA
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CAMBALACHE